martes, julio 4

EL REY LAGARTO


“I am the Lizard King… I can do anything”
Jim Morrison
El 3 de julio se cumplieron 35 años de la muerte de Jim Morrison, y no quise dejar pasar la fecha sin rememorar la estructura mental de uno de los más influyentes personajes en lo que ha sido mi vida. Conocí la música de The Doors a mediados de los 80, cuando recién me acercaba a los diez años. La radio –aquellas intervenidas emisoras- tocaban los sabrosos “temas oreja” de la banda californiana. Así me fui prendando de “Light My Fire” y “Break on Trough”, clásicos de clásicos, que hasta hoy encienden mis pasiones. Pasaron los años y fui adquiriendo, primero en casetes, toda la discografía de Manzarek, Krieger, Densmore y Morrison, hasta completar una caja llena de cintas con los álbumes típicos y otros sacados de persas y ferias callejeras, que contenían conciertos en bares y presentaciones masivas. Compré videos en VHS y libros con poemas de Morrison, que todavía me causan fascinación. Leí y releí la historia de este hijo de militar, que sucumbió a la revolución de aquellos años y se entregó a lo que había más allá de “las puertas de la percepción”. Ya con 14 años, probé la marihuana, inspirado en una presentación en que Jim prendía un caño antes de cantar The End. Me volé poco, pero pasadas unas semanas aprendí a fumar yerbita y a explorar los recovecos de la mente. Me sentía conectado con el artista, pasaban los años y cada 3 de julio recordaba su pintoresca muerte, escuchaba e investigaba los mitos que la rodearon en París, lugar donde había huido de sí mismo. Leí y releí las traducciones de sus temas, impactándome con “Horses Latitudes”, en que James Douglas Morrison declama con profunda inspiración cómo los caballos son arrojados al agua en alta mar, cuando los barcos españoles debían alivianar peso por imprevistos del clima. Se nota el sufrimiento del poeta ante el dolor animal, en cada verso, en cada convulsión verbal.
Pasaron los años y soñaba con conocer el lugar donde yacía Morrison, buscando inspiración, conexión con el desgarbado personaje, lo que la sociología llama ídolo. Cumplí 17 años y terminé el colegio. Salí a estudiar a España y desde que lo planifiqué, estuvo entre mis panoramas (ya no sueños) visitar el mítico cementerio de Pere Lachaise, donde está sepultado el cuerpo de Jim Morrison, junto a próceres de la cultura como Wilde, Piaf, Balzac, Moliere, La Fontaine. Ya instalado en Madrid, aproveché la semana santa y me fui diez días con una mochila y unos cuetes de hachís a París. Me quedé en un hotel periférico a cinco estaciones de metro de Pere Lachaise. Apenas llegué al hotel, agarré un perno y me dirigí al cementerio. El portero me dijo en inglés que cerraban en media hora, así que corrí con el mapa en mis manos, donde un cuadrado rojo señalaba el lugar exacto donde estaban los restos de Morrison. Había algo de gente, caminé mientras me fumaba la resina y regresé a los pies de la tumba. No deja de ser conmovedor, 8 años después, encontrarse con la tumba de tu ídolo, que sólo habías visto en fotografías.
Durante el año que estuve en España, volví cinco veces a la tumba de Morrison, como un fanático. Regresé a buscar la inspiración, a buscar versos olvidados, me enchufaba un reproductor de cd en las orejas y volaba (ya no sólo con ayuda de estimulantes) volaba lejos, me sentía relajadísimo y afortunado, mirando ese trozo de fierro con el nombre del cantante, mientras en mis oídos se cerraba la función con un “This is the end, beautiful friend”. Morrison me mostró la silenciosa revolución de la libertad, me mostró los poemas más preciados y simples, me enseñó a buscar nuevas percepciones, y hoy, a 35 años de su muerte, y a 20 de mi enganche con sus letras, todavía me causa emoción reordenar sus discos (ahora en cd, algunos en vinilo) releer sus libros, sus biografías. Por supuesto estuve en el recital que dieron sus ex compañeros en el Velódromo del nacional. Sorprendente. Ojalá pasen los años y pueda seguir descubriendo pasiones entre la empolvada historia de mi único ídolo, el Rey Lagarto.
ERRECÉ

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