No me gusta el verano; me cansa, me provoca sed, angustia, rencor, melancolía, nuevamente angustia y muy malos recuerdos. Recorriendo textos en mi memoria, me percato que soy muy similar al extranjero de Albert Camus, que enceguecido por el resplandeciente brillo del sol sobre la hoja de un cuchillo, actúa incentivado por esos llamativos haces y comete el crimen.
A veces, cuando el sol está demasiado potente y el calor enciende la sangre y sólo quiero agua fría, siento que bien podría uno convertirse en homicida simplemente por el cansancio y la nubosidad mental que provoca el verano. Fue en verano cuando viví una de las experiencias más traumáticas, inolvidablemente horrible; fue en enero de 1981 cuando la vida familiar sufrió un colapso a raíz de un sanguinolento accidente que tiñó para siempre las relaciones. Fue un día caluroso, lo recuerdo, de hecho es mi primer recuerdo de vida… y de muerte, tenía apenas cuatro años o tal vez menos, pero las imágenes de aquel día en Los Andes se me repitieron durante décadas por lo que me fue imposible olvidar la expiración de mi hermano mayor.
Una plaza en una ruta semiurbana, unos columpios de fierro, un resbalín, una pileta de arena, mi hermano y yo, caminando rumbo a los columpios. Yo era demasiado chico para arrimarme a uno, por lo que decidí mirar a corta distancia la leve velocidad que alcanzaba él, gracias a sus impulsos. Pero no fue la velocidad, ni sus impulsos los que derrumbaron mi inocencia. Fue la fatiga de material, dijeron. El travesaño del columpio cedió y se precipitó sobre mi hermano, partiendo su cabeza y derramando su vida en esas suaves colinas. Lo que siguió se me borra entre los desconsolados gritos de mi madre, con su ropa blanca manchada de sangre y la desilusión de una vida truncada en sus ojos lagrimosos… hasta hoy.
Odio el verano, se me hace difícil el calor y la embriaguez, el calor y la modorra posterior al almuerzo, la transpiración de los transeúntes, la humedad y los recuerdos.
Sería una mentira si escribiera las cosas que habló mi hermano de nueve años antes de morir esa mañana en la montaña; sólo recuerdo su cara llena de vida infantil antes de apagarse por completo. Pasaron los años y nunca quise indagar sobre el feroz acontecimiento y ahora -25 años después- descubro por qué detesto la época del año que se avecina, esta maldita estación que me atormenta y que me traslada nuevamente frente a ese columpio derrumbado, a ese trozo de fierro fatigado que ya no alegra y que sólo provoca pavor, tristeza y calor, un calor del demonio.
A veces, cuando el sol está demasiado potente y el calor enciende la sangre y sólo quiero agua fría, siento que bien podría uno convertirse en homicida simplemente por el cansancio y la nubosidad mental que provoca el verano. Fue en verano cuando viví una de las experiencias más traumáticas, inolvidablemente horrible; fue en enero de 1981 cuando la vida familiar sufrió un colapso a raíz de un sanguinolento accidente que tiñó para siempre las relaciones. Fue un día caluroso, lo recuerdo, de hecho es mi primer recuerdo de vida… y de muerte, tenía apenas cuatro años o tal vez menos, pero las imágenes de aquel día en Los Andes se me repitieron durante décadas por lo que me fue imposible olvidar la expiración de mi hermano mayor.
Una plaza en una ruta semiurbana, unos columpios de fierro, un resbalín, una pileta de arena, mi hermano y yo, caminando rumbo a los columpios. Yo era demasiado chico para arrimarme a uno, por lo que decidí mirar a corta distancia la leve velocidad que alcanzaba él, gracias a sus impulsos. Pero no fue la velocidad, ni sus impulsos los que derrumbaron mi inocencia. Fue la fatiga de material, dijeron. El travesaño del columpio cedió y se precipitó sobre mi hermano, partiendo su cabeza y derramando su vida en esas suaves colinas. Lo que siguió se me borra entre los desconsolados gritos de mi madre, con su ropa blanca manchada de sangre y la desilusión de una vida truncada en sus ojos lagrimosos… hasta hoy.
Odio el verano, se me hace difícil el calor y la embriaguez, el calor y la modorra posterior al almuerzo, la transpiración de los transeúntes, la humedad y los recuerdos.
Sería una mentira si escribiera las cosas que habló mi hermano de nueve años antes de morir esa mañana en la montaña; sólo recuerdo su cara llena de vida infantil antes de apagarse por completo. Pasaron los años y nunca quise indagar sobre el feroz acontecimiento y ahora -25 años después- descubro por qué detesto la época del año que se avecina, esta maldita estación que me atormenta y que me traslada nuevamente frente a ese columpio derrumbado, a ese trozo de fierro fatigado que ya no alegra y que sólo provoca pavor, tristeza y calor, un calor del demonio.
ERRECÉ