lunes, octubre 30

MALDITO VERANO

No me gusta el verano; me cansa, me provoca sed, angustia, rencor, melancolía, nuevamente angustia y muy malos recuerdos. Recorriendo textos en mi memoria, me percato que soy muy similar al extranjero de Albert Camus, que enceguecido por el resplandeciente brillo del sol sobre la hoja de un cuchillo, actúa incentivado por esos llamativos haces y comete el crimen.
A veces, cuando el sol está demasiado potente y el calor enciende la sangre y sólo quiero agua fría, siento que bien podría uno convertirse en homicida simplemente por el cansancio y la nubosidad mental que provoca el verano. Fue en verano cuando viví una de las experiencias más traumáticas, inolvidablemente horrible; fue en enero de 1981 cuando la vida familiar sufrió un colapso a raíz de un sanguinolento accidente que tiñó para siempre las relaciones. Fue un día caluroso, lo recuerdo, de hecho es mi primer recuerdo de vida… y de muerte, tenía apenas cuatro años o tal vez menos, pero las imágenes de aquel día en Los Andes se me repitieron durante décadas por lo que me fue imposible olvidar la expiración de mi hermano mayor.
Una plaza en una ruta semiurbana, unos columpios de fierro, un resbalín, una pileta de arena, mi hermano y yo, caminando rumbo a los columpios. Yo era demasiado chico para arrimarme a uno, por lo que decidí mirar a corta distancia la leve velocidad que alcanzaba él, gracias a sus impulsos. Pero no fue la velocidad, ni sus impulsos los que derrumbaron mi inocencia. Fue la fatiga de material, dijeron. El travesaño del columpio cedió y se precipitó sobre mi hermano, partiendo su cabeza y derramando su vida en esas suaves colinas. Lo que siguió se me borra entre los desconsolados gritos de mi madre, con su ropa blanca manchada de sangre y la desilusión de una vida truncada en sus ojos lagrimosos… hasta hoy.
Odio el verano, se me hace difícil el calor y la embriaguez, el calor y la modorra posterior al almuerzo, la transpiración de los transeúntes, la humedad y los recuerdos.
Sería una mentira si escribiera las cosas que habló mi hermano de nueve años antes de morir esa mañana en la montaña; sólo recuerdo su cara llena de vida infantil antes de apagarse por completo. Pasaron los años y nunca quise indagar sobre el feroz acontecimiento y ahora -25 años después- descubro por qué detesto la época del año que se avecina, esta maldita estación que me atormenta y que me traslada nuevamente frente a ese columpio derrumbado, a ese trozo de fierro fatigado que ya no alegra y que sólo provoca pavor, tristeza y calor, un calor del demonio.
ERRECÉ

viernes, octubre 13

La Billetera

Cada cierto tiempo acostumbro ordenar (entiéndase eliminar) algunas cosas de mi billetera, debido a la mala costumbre de guardar el vuelto enrollado con la boleta (de pura paja de separarlos) o al pésimo hábito de acumular cuanto papel escrito con la huevá que sea. Manías le llaman algunos, pequeñas obsesiones me parece más apropiado.
A veces resulta francamente delirante revisar la billetera y tirar a la basura más de la mitad del contenido. A propósito de eso, mi gran amigo el negro (otro, no el compañero negro superstar) una vez me dijo “pongo una luca pa’ la chela porque o sino esta huevá deja de llamarse billetera y se convierte en papelera”.
Y es que además de las típicas fotos tamaño carné, uno guarda en este pedazo de cuero, cuerina, plástico, tela, sintético, o genuino cadáver una cantidad enorme de cosas inútiles, que –sin embargo- parecen imprescindibles.
Veamos, uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis… 19!!! ¡Diecinueve comprobantes de giros en cajeros automáticos! Bueno, aunque parezca una exageración, me hace mucho sentido desde que una de estas máquinas de mierda se quedó durante un mes con buena parte de mi sueldo; simplemente falló y me cagó, se quedó con la plata y me entregó un comprobante que decía ‘tome su dinero muchas gracias’. Desde entonces guardo los comprobantes como una obsesión. Detesto los cajeros automáticos, me dan pánico y lo peor es que en muchas pegas (como en la mía) nadie te pregunta si quieres que te paguen con un plástico que trae tu sueldo y tu identificación grabados en una banda magnética; te meten al sistema y ‘chumpadentro’.
Bueno, un cobro de luz, una boleta de la consulta pediátrica de Démian, dos cupones de promoción de comida japonesa, que jamás como y que no tengo idea quien chucha me los pasó, dos invitaciones con vigencia hasta el 28 de febrero de 2008 para un parque infantil. Hasta aquí sólo conservaría éstas; la boleta de electricidad…Aquí hay más comprobantes de cajeros, dos constancias de cambio de domicilio para votar en las últimas elecciones. El carné de identidad (de los antiguos, vigente hasta doce meses más), una licencia de conducir. 10 lucas; la tarjeta que me liga al cajero. Un autoadhesivo que ya está pa’ la corneta, un par de tarjetas de presentación, un calendario 2006 con una imagen de Miguel Enríquez. Sumando y restando, mi billetera ya pesa la mitad.
ERRECÉ

miércoles, octubre 11

PERDIDOS EN EL ESPACIO

A propósito del camino a Palena, tramo de la ruta austral que falta para completar la carretera que unirá por tierra Puerto Montt y Villa O’Higgins, narraré las dos formas que hay para viajar a Chaitén, capital de la provincia, donde vivimos con mi pareja algunos meses, trabajando en una panadería que sostuvimos a duras penas. En nuestro cometido nos fue como la callampa, pero aprendimos del hermoso sur patagónico y sobre todo, de las opciones que hay que evitar para no cagarse del susto o del tedio.
Hasta ahora, e imagino que hasta dentro de por lo menos siete años, plazo que demorará el Ministerio de Obras Públicas en entregar el tramo faltante, sólo se puede acceder a Chaitén por avión o barco. En realidad no es lo uno ni lo otro, porque en rigor se trata de una avioneta o una barcaza. La primera tarda 30 minutos y cuesta más de 30 mil pesos; la segunda vale la mitad y demora 12, 13 o 14 horas, dependiendo del clima, la habilidad del capitán y la carga que lleva el barquito.
Hicimos dos viajes, uno de reconocimiento y otro de asentamiento, breve, pero asentamiento al fin, porque más allá del fracaso yo vendí todas mis cosas para viajar y me llevé más de 30 cajas con mis pertenencias; cinco de ellas permanecen cerradas en mi recientemente inaugurada casa vieja.
El primer viaje lo hicimos en la avioneta porque el clima estaba bravo para moverse dentro del mar. No era menos la situación en el aire. 30 infartantes minutos de recorrido cruzando en paralelo a la isla grande de Chiloé y el continente, pues dicho sea de paso Chaitén es llamado el Chiloé continental.
Todo comenzó a las 12 del día cuando nos acercamos a la agencia de viajes en una céntrica calle de Puerto Montt. Un señor de unos 55 años recibió los boletos, cargó las maletas en un minibús, condujo el vehículo hasta el aeropuerto. Luego, el mismo señor bajó las maletas, atravesó el aeropuerto de El Tepual con un carrito, hasta llegar a la mismísima avioneta, donde cargó los equipajes, chequeó a los pasajeros y sus boletos, ocupó el sitio del piloto, verificó los escasos instrumentos y comenzó a pilotar, carreteó por la pista de despegue y se separó del planeta. Era un circo pobre con dos alas y tres ruedas.
En total éramos ocho personas, incluido piloto y copiloto, que en realidad era un pasajero que no tenía para nada cara de saber qué hacer en caso de que el conductor del minibús-encargado de la agencia-acarreador de maletas-cortador de boletos-piloto sufriera un malestar.
Este tipo de bimotores suena al chancho, es decir, los metales llenos de parches y heridas de antaño se sacudían más que aquellas míticas Recoleta-Lira. En 30 minutos ensordecedores, en que la lluvia terminó por amedrentar hasta al piloto, divisamos Chaitén, cuya pista de aterrizaje está de sur a norte, por lo que a nuestro multifuncional amigo le restaba una última maniobra antes de descargar el equipaje, cerrar el avión con llave, cargar los bolsos en una camioneta y llevarnos a la ciudad. Faltaba aquella puta maniobra de viraje, en que mientras el piloto tirita entero con los comandos de la avioneta, los pasajeros rezan, se aprietan las manos, echan chuchadas a concho y ven árboles, árboles, árboles, árboles, árboles, árboles… Cuando ya damos todo por perdido, se ve la pista y en un cuarto de segundo aterrizamos con un pequeño saltito, la nave reduce su velocidad, ingresa a la loza, soltamos con algo de confianza los esfínteres, nos miramos con cara de renacimiento y salimos de la cajita de metal.

BARCAZA DEL DEMONIO

Otra forma de viajar es en barcaza. Sin tener ni el más mínimo conocimiento de este medio de transporte, compramos los boletos y nos embarcamos en Puerto Montt, conociendo de antemano que serían doce horas o más de travesía.
Arriba del barco, paseamos por la cubierta buscando un lugar donde dejar las mochilas. Íbamos unos 100 pasajeros, tres camiones y cinco automóviles. Parece que tardamos mucho y la falta de experiencia nos jugó una mala pasada. Cuando entramos a la cabina donde hay asientos techados, estaba lleno de hombres, mujeres y niños acomodados en las más insólitas posiciones para armar el tetris humano que les permitiera resistir la mitad del día. Salimos y ya que había un día soleado, decidimos viajar en la parte alta del barco; pudimos fumar algo de macoñita, llevábamos algunas botellas de alcohol, así que el viaje se nos hizo algo más soportable, aunque largo, muy largo.
El mar estuvo calmo, sin embargo, cuando todavía faltaban cuatro horas para llegar, el frío patagónico nos saludó con una bofetada de hielo y debimos romper el tetris a presión y viajar de pie, pero con una temperatura adecuada, en la cabina con las otras personas, algunas de las cuales ya habían optado por estirar sus sacos de dormir en los pasillos y echarse cual barricada humana.
Llegando a puerto, hay que desarmar el tetris, así que una hora antes, salimos soportando el frío y llegamos en cubierta, medianamente ebrios… medianamente volados, pero a salvo.

“ESTAMOS PERDIDOS”

Tan mal nos había ido en Chaitén en nuestro viaje de asentamiento que, a pesar de tener reservados los pasajes en barcaza, la prisa por huir de aquel lugar y la proximidad de un temporal que amenazaba con dejarnos en tierra una semana, nos adelantamos y compramos boletos en bimotor, sin considerar el mal tiempo que se avecinaba.
Antes de embarcarnos, la lluvia ya sumaba tres horas, pero nos subimos carerraja al avión, pilotado por un señor más inexperto... pero con dedicación exclusiva a maniobrar el avión, es decir, no cortaba boletos ni nada de eso.
Apenas despegó sabíamos que sería difícil… El mes anterior había caído una avioneta en el sector (la historia cuenta que quien era hasta ese minuto el único sobreviviente logró salir de la aeronave, caminó unos pasos y gritó “¡¡¡¡¡¡estoy vivo, estoy vivo!!!!!!”, para -acto seguido- tropezar y caer al acantilado, sumándose a las víctimas fatales). El avión se movió en exceso, mientras nosotros comíamos ansiosos bolsas y bolsas de golosinas que nos habían sobrado de la panadería. El vuelo –sabíamos- debía durar media hora o 40 minutos, por lo que cuando había pasado una hora y nosotros veíamos sólo mar, mar, mar, el piloto de dedicación exclusiva –frente a las angustiosas caras de nosotros, los pasajeros aferrados a la vida- miró hacia atrás y dijo “Estoy perdido”…No supe qué decir… pasamos cinco minutos en silencio sepulcral (nunca mejor dicho). Transpiraba helado (no de chocolate, sino frío frío). Mi niña comenzó a marearse en exceso, le bajó una crisis de angustia, el piloto buscaba el norte, una señora sacaba un rosario. Hasta que quien llevaba el control, emulando a Rodrigo de Triana, dijo en voz alta “¡Tierra!”. Efectivamente era el continente; habíamos estado perdidos por el lado oeste de Chiloé, donde termina esa parte del país. Para mi mujer ya era tarde, faltaban cinco minutos para aterrizar en El Tepual y empezó a vomitar copiosamente en las espaldas de los que viajaban adelante: el Gobernador de la provincia de Palena y su distinguida esposa. Cuando el avión se detuvo en tierra firme, la autoridad le preguntó, algo manchado todavía “¿estás mejor?”. Ella todavía no se recuperaba del amargo llanto de la incertidumbre.
La nueva ruta terrestre sumará una tercera opción, menos angustiosa y más cargada de naturaleza. Eso, siempre que el proyecto del MOP no haga mierda los retazos de paraíso que se dibujan en ese angosto trozo continental. Lo que es yo, ni aire ni mar, al menos en esa zona, donde la maldad embravece el océano y congela hasta las palabras, y cubre el cielo de indomables tormentas.

ERRECÉ

jueves, octubre 5

18 AÑOS DEL TRIUNFO DEL NOOOO!!!!

Hoy se cumplen 18 años del triunfo del NO en el plebiscito que sepultó la tiranía en Chile y dio paso a la anhelada democracia. He decidido innovar y –con nostalgia- recordar la maravillosa franja televisiva del NO. Este video corresponde al clásico "La alegría ya Viene", pocos días antes de la primera votación no trucha en 16 años. Disfrútenlo…