jueves, enero 25

LOS DOS CAMINOS DEL GUATÓN PEPINO

El “guatón pepino” era un pesado de tomo y lomo. Lo conocí cuando tenía 14 o 15 años. Destapamos varias botellas de los más diversos licores en aquellos tiempos en que la adolescencia fenece y da paso a una juventud, aletargada en sus inicios. Le decíamos “guatón pepino” por una cuestión muy sencilla: su exceso de peso sumado a la última sílaba de su nombre pegada con su apellido daba como resultado el fruto que llevaba por apodo. Nos emborrachamos muchas veces y nos escondíamos en el gigantesco subterráneo del barrio, donde los vecinos arrendaban bodegas, una al lado de la otra. Algunas veces, incluso, pasábamos horas en el oscuro sitio, donde iban llegando más y más amigos con más y más botellas. El “guatón pepino” era seco para echar tallas de las más pesadas, pero en el fondo era simpático. Hablo de él en pasado, pues ya son muchos años sin verlo. Pero lo recuerdo por dos episodios que cruzaron su vida e –indudablemente- la transformaron en algo que él no hubiese querido.

Había vivido muchos años en la zona campesina de San Carlos, Octava Región, donde adquirió algunas mañas propias del campo, se puso putero y bueno para el vino de cuarto enjuage. Le gustó eso de pagar para penetrar muchachas y no tan muchachas que poco hablaban y no negaban nada. Una tarde de verano, el guatón estaba de vacaciones en San Carlos y salió a emborracharse con un lote de huasos amigos. En mitad del camino rural que sale hacia Chillán y ya prendido con algunos litros provenientes de la oscura garrafa, el “pepino” divisó a una rubia muy mal teñida, un poco más sobria que él… y más viva. Se bajó del auto de su amigo y le pidió que pasara por él dentro de una hora. Su amigo accedió y nuestro protagonista se quedó conversando con esa puta de campo. A los pocos minutos, le pasó 10 lucas y le pidió que caminaran hacia el descampado para “culiar a lo huaso”, según contó semanas más tarde.

La mujer en cuestión le pidió que tuviera respeto, al menos por esa noche, y que ella -a cambio- le daría un regalo. Pepino nunca había tenido sexo anal, por lo que la propuesta de la prostituta de evitar la vagina debido a su profusa regla no encontró barreras en nuestro ebrio amigo. Ella se tiró de guatita sobre la hierba, y él lentamente la penetró por el culito hasta acabar. Hasta ahí, sólo placer y algo de lujuria. Se separaron en mitad del camino rural y en poco rato su amigo pasó por él. El “guatón pepino” contó la anécdota, fascinado por haber encestado “por el camino de tierra”, y sus amigos estallaron en carcajadas de antología. ¿Te pusiste condón?, le preguntó Ramiro, el que más reía. “¿Y pa’ qué me voy a poner condón si estamos en el campo?... aquí no pasa nada”, argumentó “pepino”. Ramiro sonrió y le dijo que la cosa no sería preocupante si a la puta no le “sobrara algo”. “La “deguata” –como era conocida la trabajadora sexual- no tiene vagina, por eso te dijo que por ahí no… te ensartaste con una puta con pico, ja, ja, ja”, le dijo Ramiro y no paró de reír. Los otros reían con cierta intermitencia; temían por la salud de pepino, que años más tarde se resentiría gravemente por culpa de un camión aljibes.

El “guatón” no sintió asco, le dio lata sentir placer de forma ciega, sin saber que estaba con un hombre. Se enojó con sus amigos, aunque ellos aseguraron que se enteraron de la historia de la “deguata” minutos después de abandonarlo en el campo, en la cantina del pueblo, lugar donde varios comensales contaron avergonzados que habían caído en la misma trampa.

Pasó el tiempo y “pepino” siguió sano, se examinó y no tenía ninguna enfermedad de transmisión sexual. Era relajado, así que él mismo contaba después la historia cagado de la risa.

Pero el tiempo también nos distanció, la universidad, nuevos amigos y el Gran Santiago. Debieron pasar tres años hasta que escuché que el “guatón pepino” había chocado a gran velocidad contra un camión aljibes, ya no en camino de tierra, sino en el cemento de una avenida capitalina. No quise saber más, sin embargo, fue un choque de gran conmoción, murieron sus dos acompañantes, uno de ellos decapitado. No lo visité, tampoco lo creí muerto. Sabía que estaba muy grave, pero me olvidé con el paso de las semanas, las pruebas, los amigos y el hueveo en general.

Varios meses después, tal vez un año, estaba en el andén esperando el metro, cuando escucho mi nombre. Era el “guatón pepino” que se me acercaba con un excesivamente errático caminar, que evidenciaba los graves daños neurológicos de su accidente. Su habla era lo que más había sufrido, le costaba unir las palabras y gesticulaba con dificultades. Pero me recordaba; recordaba perfectamente las jornadas de tomatera y fiesta de adolescencia y primera juventud. En los restos de masa encefálica que quedaron tirados en el pavimento no se había perdido mi nombre. Pepino había tenido que aprender a hablar de nuevo, a caminar, a vivir. “¿Cómo es que te acuerdas de mí?” le pregunté. “Por suerte quedaste dentro de la parte del cerebro que no perdí”, me dijo con gracia, aunque con torpes y confusas palabras. Nos despedimos, yo con la extraña sensación de haber estado con un sobreviviente, mientras él se alejaba por el andén, trastabillando sus dolencias… y sus pocos recuerdos.
ERRECÉ