Pero recién son las once y media de la noche y falta que llegue el amo y señor del entretenimiento en este pueblo de poco más de 500 habitantes. Italo Hipólito Soto -su nombre original- salió hace diez minutos y nos dejó encargado el local. Siempre hace lo mismo. Una hora antes de abrir el negocio aborda su camioneta y recorre los casi quince kilómetros de ripio que separan Llallauquén de Las Cabras, pueblo que bautiza a toda la comuna, donde habita un personaje clave para el normal desarrollo de la jarana. Con poco más de 30 años, Juan Carlos, alias Juan Carlitros, hace las veces de guardia de la disco, eso por lo menos hasta que su condición mental se lo permita. Lo primero que hace luego de bajar de la camioneta es mostrar orgulloso una botella de gin que porta bajo el brazo como un tesoro. "Ustedes deben ser los amigos del polito", nos dice, olvidando que estuvimos juntos dos meses atrás en una maratónica jornada de carrete. Todavía no abrimos y ya siento que el ambiente se está golpando de energía positiva. Aquí todos andan alegres, lejos del cemento citadino. Sucede que es muy distinta una discoteque en Santiago, donde sales y te encuentras con semáforos, edificios y sombras duras, a una en esta zona de Rapel, donde nada más abandonar la pista de baile puedes decidir si te aproximas al lago o sales al camino de tierra, con una lúgubre iluminación. A pesar del abundante alcohol, los que estaremos detrás de la barra decidimos separar dos botellas de ron del resto de la mercancía, porque sabemos que en este lugar botella abierta es botella muerta y no estamos dispuestos a pasar sed.
Cuatro grupos de jóvenes ya han golpeado la puerta y han preguntado si vamos a abrir luego, sin embargo, debemos cumplir la hora de apertura que es precisamente en cinco minutos. "Somos de Valpo", comenta el que "la lleva" en el primer contingente de ocho personas, cuatro parejas porteñas que en cuestión de minutos se acomodan en el Polo Pub a beber cerveza y comentar lo "agradable que resulta estar lejos de todo". Pienso que más bien en este lugar estamos cerca de todo, al menos de todo lo necesario para pasar una noche íntegra y tranquila, porque a pesar de los abundantes decíbeles que invaden cada rincón del local, estamos en un sitio silencioso, donde la humildad de los comensales y la parsimonia al hablar convierte los diálogos en deleites para el afuerino.
Polo es de Rancagua, vive en Santiago y viaja cada sábado a abrir su discoteque. Por lo mismo presenta una ambiguedad de origen, pasando a ratos por un santiaguino clásico que se confunde con la paz de un auténtico llallauquenino. Pero dentro del Polo Pub parece desdoblarse y se relaciona con todos los clientes de la misma forma, con una atención persona a persona, porque sabe -además- que lo que más les gusta hacer es consumir y será muy paradisíaco el lugar, pero sigue siendo su negocio. A ratos creo que nuestro abundante consumo lo daña económicamente. Justamente pienso en eso cuando se acerca a la barra un muchacho pidiendo una pequeña rebaja para comprar una botella de ron, que finalmente queda en ocho mil pesos. Juan Carlitros apenas ve la botella apoyada en la barra se acerca y charla con el comprador que en pocos minutos vacía parte de la botella en un segundo vaso que le extiende a su nuevo interlocutor, sabiendo -por supuesto- que es el guardia del local. Con el correr de las horas, Juan Carlos simplemente deambula por la pista de baile y vuelve a la barra varias veces hasta vaciar la botella de ron y demostrar claramente que ingresó a una dimensión etílicamente compleja.
La música sigue sonando, a cargo de Sebastián, quien -a sus 19 años- viaja todos los fines de semana desde su natal Curicó para sumarse al staff de Polo Pub. Aunque repite algunos temas, los entendidos dicen que tiene buena mano para las mezclas, aunque el polito se queja de que cuando se cura, los cortes son desastrosos. Sebastián pone los discos desde una tarima que domina toda la discoteque y -no podía ser de otra manera- mantiene siempre un vaso lleno junto a los equipos, mientras se mueve rítmicamente con los más diversos estilos. "Nunca tenemos que proyectarnos en cómo va a estar la noche, prefiero que sea una sorpresa, porque a mí me importa que me paguen y si no llega nadie no me pagan", cuenta. Lo normal, agrega, es que cuando no llega nadie -cuestión que raramente ocurre- el Team se vaya a la disco de Pichidegua, distante unos 30 kilómetros, y cierre el Polo Pub. Es decir, no porque el negocio no marche se va a ennegrecer una noche de sábado. Un hombre indispensable para remojar las gargantas campestres es Henry, también conocido como Ingrid, no por indefinición sexual, sino sólo por "hincharle las pelotas", explica el Polo. Él también es de Curicó y su misión es servir los cientos de tragos en los ocho metros de barra distribuidos a lo largo del pub. Es el único que se produce para salir a escena, con coloridas camisas y -a veces- incluso con corbata. Ya son las tres de la mañana y el staff está algo bebido. Hemos bajado varias botellas de ron y es precisamente en ese minuto que Henry se quiere lucir. "Te voy a preparar una cucaracha", amenaza, y en pocos minutos tengo frente a mí un vaso en llamas con una bombilla. "Tienes que tomarlo rápido, antes que se apague y antes que se queme la pajita", me advierte Henry, y yo, muy obediente, me devoró el licor que, a estas alturas, me derrite la garganta y me acerca un poco más a la dimensión inaugurada algunas horas antes por Juan Carlitros. Algo mareado conversó con Sebastián, le pido temas y a ratos bailo suavemente en el medio de la pista para luego regresar a la barra, con la velada intención de proteger nuestras botellas. Aunque no hay más de 50 personas en el pub de 800 metros cuadrados, me parece que está lleno. Y...claro, estas 50 personas son el diez por ciento del pueblo. Con ese dato, me imagino una pista de baile gigantesca con el diez por ciento de la población de Santiago danzando en distintas direcciones. Me quedo con el Polo Pub y estas 50 encantadoras y sencillas personas.
Quedan 20 minutos para cerrar el local. Eso lo sé porque Henry empezó a servir los copetes en vasos plásticos, cuestión que facilita la salida de los más porfiados que siempre quieren terminar el trago antes de abandonar la disco. Así, Polo no pierde vasos de vidrio y tampoco pierde plata, puesto que el último trago se sirve hasta segundos antes de cerrar, porque -como hemos dicho- negocios son negocios. Del staff, casi todos duermen en la casa adyacente a la discoteque, excepto Juan Carlitros, cuyo contrato de palabra contempla recogerlo cada sábado y llevarlo de vuelta a Las Cabras cada madrugada de domingo, casi siempre en estado catatónico, transmitiendo con lo bien que se portó la gente esta noche, o lo controlado que estuvo el consumo, cuando todos sabemos que él fue uno de los que más de descontroló. En un minuto el sueño, mezcla de embriaguez y cansancio, nos invade, pero afortunadamente ya estamos de vuelta en el Polo Pub.
A la mañana siguiente, pasamos a buscar al carnicero para que abra su almacén y nos venda algo para el componedor asado que compartiremos hasta media tarde. Increíblemente, en el camino nos encontramos con Juan Carlos, con rostro demacrado, camino a un partido de fútbol. En mitad del asado, reaparece. Se niega a comer, porque dice sentirse mal, pero agradece una copa de vino, mientras revive con abundantes errores, propios de la mediana conciencia, la jornada anterior. Así nos despedimos del encantador Llallauquén, sobre la camioneta de polito, cargada con cientos de botellas vacías, vestigios de que por lo menos el negocio estuvo bueno y de que estamos en condiciones de regresar, cuando el brillante neón rural nos vuelva a decir: "Bienvenidos al Polo Pub".